El Príncipe de Gales en Argentina: Un Siglo de Diplomacia y Escándalo

En el verano austral de 1925, Argentina se vistió de gala para recibir a un visitante de alcurnia: Eduardo de Windsor, el entonces Príncipe de Gales y futuro, aunque brevemente, Rey Eduardo VIII del Reino Unido. Esta visita, que se extendió desde el 17 de agosto hasta el 28 de septiembre, no fue un mero acto protocolario, sino un evento que resonó en la sociedad argentina y dejó una huella imborrable en la historia de las relaciones bilaterales.

La invitación formal provino del presidente Marcelo T. de Alvear, un gesto que, según crónicas de la época, implicó una inversión considerable de su propio peculio –alrededor de medio millón de pesos oro– para asegurar que la estadía del príncipe fuera lo más placentera posible. Este despliegue de hospitalidad fue una muestra de reciprocidad, un eco de la cálida acogida que el propio Alvear había recibido en Gran Bretaña durante su visita en 1922, poco después de ser electo presidente.

El príncipe Eduardo, acompañado por su hermano, el duque Jorge de Kent, llegó a las costas argentinas a bordo del HMS Repulse, procedente de Montevideo. Su presencia generó una ola de entusiasmo, no solo por el estatus real del visitante, sino también por su carisma personal, que lo convirtió en un personaje sumamente popular entre la prensa y el público.

La agenda del príncipe incluyó recorridos por diversas ciudades, siendo Mar del Plata uno de los puntos destacados. Allí, se hospedó en el Club House y dedicó tiempo a visitar las residencias de familias prominentes, como las Unzué y los Martínez de Hoz, en cuya estancia de Chapadmalal ya había sido recibido en 1925. También se recuerda su participación en un partido de golf, invitado por el aristócrata Alberto Enrique del Solar Dorrego.

La visita también incluyó una parada en La Plata, donde fue recibido con fervor por el gobernador José Luis Cantilo y una multitud de ciudadanos que lo aclamaban desde las calles adornadas con banderas británicas. Su itinerario lo llevó a recorrer lugares emblemáticos como el Museo y el Zoológico, culminando con un baile de gala en su honor.

Más allá de los eventos oficiales, una anécdota pintoresca revela un lado más humano del príncipe. Se cuenta que, abrumado por el protocolo y las formalidades, Eduardo escapó una noche para refugiarse en una trattoria cercana al Golf Club, donde encontró un ambiente relajado y un trato cordial que lo conquistó. Agradecido, antes de partir, firmó un retrato para el dueño del local, prometiendo un pronto regreso.

Un Reinado Efímero y un Amor Prohibido

La historia de Eduardo VIII está marcada por un reinado fugaz y un escándalo amoroso que sacudió los cimientos de la monarquía británica. Tras la muerte de su padre, Jorge V, Eduardo ascendió al trono en 1936, pero su reinado duraría menos de un año. Su relación con Wallis Simpson, una divorciada estadounidense, generó una crisis constitucional. La sociedad británica y el gobierno no podían aceptar a una reina con un pasado tan controvertido.

Ante la imposibilidad de casarse con Simpson y mantener la corona, Eduardo tomó una decisión sin precedentes: abdicó al trono, cediendo el reinado a su hermano Alberto, quien se convirtió en Jorge VI. Este acto de amor, o quizás de rebeldía, lo relegó al título de duque de Windsor y lo condenó al exilio en París.

Eduardo y Wallis se casaron en 1937 en Francia, lejos de la pompa y el protocolo de la corte británica. Vivieron una vida de lujos y viajes, aunque siempre marcados por el estigma de su pasado. La sombra de simpatías nazis también persiguió a la pareja, alimentando la controversia que rodeaba su figura.

Eduardo de Windsor falleció en París en 1972, a los 77 años. Sus restos fueron trasladados a Gran Bretaña, donde recibió un funeral discreto, muy diferente a las ceremonias reservadas para los monarcas. Su historia, una mezcla de glamour, diplomacia, escándalo y amor prohibido, sigue fascinando a historiadores y al público en general, un siglo después de su primera visita a Argentina.