En 1982, un conflicto bélico marcó un antes y un después en la historia argentina: la Guerra de las Malvinas. Más allá de las batallas y las decisiones políticas, el conflicto permeó la vida cotidiana de los ciudadanos, generando cambios culturales y sociales profundos. Uno de los efectos menos conocidos, pero no por ello menos significativos, fue la transformación de la identidad de ciertos negocios, obligados a modificar sus nombres para sobrevivir a la atmósfera de fervor patriótico y rechazo a lo extranjero.
Antes del desembarco en las Islas Malvinas, las radios argentinas experimentaron una metamorfosis sonora. La música en inglés, omnipresente hasta entonces, desapareció repentinamente de las ondas, cediendo su espacio al rock nacional y al folclore. Esta medida, más allá de una cuestión estética, representaba una clara señal política: en un contexto de tensión bélica, se consideraba primordial reforzar la identidad nacional y promover las raíces culturales.
Las carteleras musicales se vieron despojadas de sus éxitos internacionales, obligando a las emisoras a reestructurar su programación con celeridad. Si bien este cambio brindó una visibilidad sin precedentes al rock y al folclore, históricamente relegados, la situación no dejaba de ser paradójica. El mismo sistema que antes censuraba estas expresiones artísticas, ahora las utilizaba como herramienta de propaganda, instrumentalizándolas en favor del discurso oficial.
La prohibición de la música en inglés no fue un hecho aislado. Marcas, nombres de comercios y títulos de todo tipo se vieron compelidos a adaptarse a las exigencias del momento. En este contexto, surgió una historia peculiar en la ciudad de Mar del Plata: la del corralón que debió renunciar a su nombre original para evitar problemas.
De “El Inglesito” a “El Indiecito”: Un Cambio Forzado por las Circunstancias
En plena Guerra de las Malvinas, Mar del Plata, como el resto del país, se vio inmersa en un proceso de redefinición de lo aceptable. En este clima de exaltación nacionalista, un corralón de materiales de construcción, ubicado en la Avenida Luro, se enfrentó a una disyuntiva inesperada: la necesidad de cambiar su nombre.
El establecimiento era conocido desde hacía mucho tiempo como “El Inglesito”. Contrariamente a lo que pudiera suponerse, el nombre no guardaba relación alguna con el Reino Unido ni con el origen de su propietario. Miguel Mañueco, el dueño del corralón, era de origen español y la firma operaba bajo la denominación legal de Empresa Comercial del Norte Sacifia.
Sin embargo, en el contexto de la guerra, el nombre “El Inglesito” se convirtió en un lastre peligroso. La tensión social se manifestó en actos de hostigamiento, como lanzamiento de piedras contra los vidrios del local, miradas de desconfianza y conversaciones acaloradas. Ante esta situación, la decisión más pragmática fue rebautizar el negocio para evitar represalias y asegurar su continuidad.
De un día para otro, las letras del frente del local fueron reemplazadas. “El Inglesito” desapareció, dando paso a “El Indiecito”. Este cambio, más allá de una simple modificación nominal, representó un ajuste táctico y simbólico, una manera de proteger el negocio de posibles ataques y de alinearse con el espíritu de la época.
Hoy en día, esta historia se interpreta de manera diferente. El nombre “El Indiecito”, que en su momento se consideró una alternativa aceptable, podría generar controversia en la actualidad, debido a la creciente conciencia sobre la importancia de respetar y valorar la identidad de los pueblos originarios.
Un Legado en la Memoria Colectiva
En la actualidad, ni el corralón ni sus nombres originales existen en la Avenida Luro. Sin embargo, la historia perdura en la memoria de los vecinos, como un testimonio de cómo la guerra de las Malvinas transformó la vida cotidiana de los argentinos, obligando incluso a los negocios a modificar su identidad para sobrevivir.
Pocas imágenes quedan del niño con gorro y pipa que representaba a “El Inglesito”, así como del dibujo infantil que ilustró la fachada de “El Indiecito”. En su lugar, la zona está ocupada por otros comercios, bancos y viviendas particulares. No obstante, la anécdota del corralón que cambió de nombre sigue viva en el imaginario colectivo de Mar del Plata, como un recuerdo de un pasado marcado por la tensión y la incertidumbre.